Las dos iguanas, Leyenda de la creación
Decían los mayas que antes del principio del mundo, sobre la
tierra sólo había agua. No vivían los hombres, los animales ni las plantas.
Entonces sólo existía una pareja de dioses: el Gran Padre y la Gran Madre. Dos
viejos sabios a quienes debo el respeto que me tienen los hombres y las mujeres
del campo, porque el Gran Padre se llamaba también Señor Iguano; y la Gran
Madre, Señora Iguana.
Los mayas decían que la tierra estaba oculta por las aguas
del mar que la abrazaban. Mis antepasados, las iguanas de los primeros tiempos,
oyeron contar que así, el Gran Padre dormía, abrazado y lleno de amor, a la
Gran Madre, porque él era como el agua; y ella, como la tierra.
Cuando el Gran Padre despertó, dijo:
—Debemos elevar los cielos, Gran Madre, para que haya vida sobre la tierra,
para que el agua ocupe de inmediato su lugar y surjan los montes y las
montañas.
Junto con su voz se oyeron resonar muchas piedras preciosas.
Y enseguida, el Gran Padre tomó una de las piedras preciosas
que había resonado y la puso en el centro de la tierra. Luego despertó al
espíritu del maíz que tenía dormido dentro de ella. De sus entrañas, la tierra
vio brotar al primer árbol del mundo que creció como una columna de piedra para
sostener los cielos. Ese primer árbol era una ceiba frondosa. Por eso las
ceibas son sagradas entre los mayas.
—¿Quedará el cielo bien firme sobre la tierra? —preguntó la
Gran Madre.
Y para que los cielos quedaran firmes en el universo, el Gran Padre tomó cuatro
piedras más, y las colocó en cada una de las cuatro esquinas de la tierra. En
el oriente creció un árbol rojo; en el norte, uno blanco; en el poniente, uno
negro; y en el sur, uno amarillo.
Así, cinco árboles, cinco ceibas sagradas, sostuvieron el
cielo y sus raíces crecieron en la parte inferior de la tierra. Una vez que la
tierra quedó separada de los cielos, poco a poco se movieron las aguas. Los
ríos corrieron entre los montes y las montañas, se formaron los lagos y el mar
se retiró a su sitio.
Cuando las aguas estuvieron en su sitio, la Gran Madre dijo:
—Mira la tierra, Señor, hace falta vida en los montes y en las selvas, en los
ríos y los mares.
—Hagamos a las plantas y a los animales para que habiten la tierra —contestó.
Y para crear a las plantas y a los animales, el Gran Padre tomó otras piedras
preciosas. Así nacieron toda clase de plantas, arbustos y árboles; y también,
los animales que viven en el agua y en la tierra, y los que vuelan por los
aires.
Los dos dioses crearon así a los jaguares, los venados, las
serpientes, las lechuzas, las tortugas, los jabalíes; y también, a los peces, a
las aves... Crearon a todos los animales de la tierra y a cada uno le dieron su
propia voz y su morada. El Gran Padre y la Gran Madre iban diciendo:
—Tú, jaguar, vivirás en el monte. Tú, venado, dormirás en la selva...
A los pájaros les dijeron:
—Dormirán sobre las ramas de los árboles, allí harán sus nidos.
A los peces les dijeron:
—Vivirán contentos en las aguas.
Así, el Gran Padre, Señor Iguano, y la Gran Madre, Señora Iguana, fueron
diciendo a cada uno de los animales creados.
El Gran Padre y la Gran Madre ordenaron al quetzal de plumas
verdes y azules que se posara sobre el primer árbol del mundo, y dispusieron
que el centro de la tierra fuera el lugar de la regeneración de la vida y de
las plantas.
A la oropéndola roja la mandaron al oriente y le pidieron que se posara sobre
el árbol rojo del alimento y crearon a los dioses de la fecundidad.
Al cenzontle lo mandaron al norte, al árbol blanco del alimento, y como ése era
el rumbo superior del universo, fue el lugar que el Gran Padre y la Gran Madre
escogieron para vivir.
Al pajarillo de pecho negro lo mandaron al poniente a posarse sobre el árbol
negro del alimento, y decidieron que a ese lugar fueran a reposar los muertos.
A la oropéndola amarilla la confinaron al sur, al árbol amarillo del alimento,
y por ser el rumbo inferior del universo, pusieron allí a los dioses del maíz,
las aves y las semillas.
Enseguida el Gran Padre, y la Gran Madre, dijeron a los animales:
—Deben adorarnos.
Pero los animales no respondieron. Ninguno repitió el nombre de los dioses,
sólo gorgeaban, trinaban, piaban, graznaban, ladraban, rugían, gruñían...
El Señor Iguano y la Señora Iguana vieron sus creaciones y no quedaron
contentos: ni las plantas ni los animales dijeron sus nombres. Los dioses
comprendieron que sus creaciones necesitaban calor y luz, para crecer y
multiplicarse.
Entonces los dioses conversaron.
—Probemos hacer la luz, el calor —dijo el Gran Padre.
—Probemos —contestó la Gran Madre.
Y amaneció en el mundo, porque los dioses creadores labraron unas piedras rojas
para crear al sol y unas amarillas para crear la luna. Y con otras piedras
preciosas labraron las estrellas que brillan en el cielo.
Ya la tierra tenía luz y calor para las plantas y los
animales, pero el Gran Padre y la Gran Madre pensaron que era necesario
controlar las lluvias y los vientos para que las plantas, alimento de los
animales, se desarrollaran y no se secaran o se pudrieran de humedad. Y para
ello, crearon al dios del viento llamado Kukulcán quien se encargaría de que
los vientos barrieran con cuidado el camino de la lluvia.
Le dieron a Kukulcán como disfraz un traje de serpiente
emplumada. Y le regalaron poder sobre los aires, los remolinos y los huracanes.
Después crearon a Chac, el dios de la lluvia, y le dieron como disfraz una
nariz larga, una lengua y unos colmillos de serpiente. Y le regalaron un hacha,
símbolo del rayo, el relámpago y el trueno con que anunciaría su paso. Ya a
partir de ese momento, las ranas fueron los músicos de Chac. Croarían para
anunciar la lluvia.
Y para que Kukulkán y Chac cumplieran con su trabajo de
hacer llegar el viento y la lluvia a la tierra, los dioses creadores les dieron
cuatro ayudantes: los chaques. Los chaques llevaban consigo unas calabazas con
agua, unos sacos con viento, un tambor y un hacha. Cuando cumplían las órdenes
de Kukulcán y de Chac, abrían un poco las calabazas para dejar caer la lluvia;
de los sacos dejaban escapar el viento, con el tambor producían los truenos y
con las hachas los relámpagos.
Acabadas estas creaciones, la Señora Iguana pintó en la
tierra el mapa de Yucatán. Iba a poner allí a los hombres, para que adoraran a
los dioses, puesto que los animales y las plantas no tuvieron inteligencia para
hacerlo. El Gran Padre enseñaría a los hombres a labrar la tierra, mientras que
la Gran Madre le enseñaría a las mujeres a tejer y a pintar. Entonces los
dioses crearon a los primeros habitantes de Yucatán: unos enanos sabios e
industriosos. Pero el sol se zambulló sobre las aguas de la tierra creando un
gran diluvio que acabó con los enanos.
Los dioses crearon a otros hombres para que habitaran la
tierra, pero también dejaron de existir por otro diluvio. En su tercer intento,
crearon unos hombres justos y sabios que trabajaban de noche, porque no había
sol ya que se había zambullido en el mar, y la luna no alumbraba lo suficiente.
Esos hombres levantaron con poderes mágicos grandes pirámides; pues ponían las
piedras en su lugar silbando nada más. Pero fueron destruidos otra vez por una
inundación.
Entonces los dioses dijeron:
—Habrá que levantar los cielos nuevamente. No es posible que el hombre viva
así.
Y el Gran Padre y la Gran Madre crearon a cuatro dioses
llamados Bacabes para que detuvieran el cielo en cada uno de los rumbos del
universo, para que el cielo con su carga de agua no se desplomara sobre la
tierra causando otra gran inundación. Los Bacabes se llamaron Bacab Rojo, Bacab
Blanco, Bacab Negro y Bacab Amarillo.
Al Bacab Rojo le regalaron los dioses el oriente y le dieron el poder de
ordenar sobre los espíritus de las lluvias abundantes.
Al Bacab Blanco le regalaron el norte y le dieron poder para vigilar a los
espíritus de la lluvia que propiciaban con gusto el crecimiento del algodón.
Al Bacab Negro le regalaron el poniente y el poder sobre las tormentas y
nubarrones y también el mando de los espíritus de los muertos.
Al Bacab Amarillo le regalaron el sur y el poder de gobernar las lluvias que
propiciaban el crecimiento del maíz y le pidieron que vigilara la producción de
la miel de las abejas.
Cuando el cielo ya estaba sostenido por los bacabes, los dioses crearon a los
hombres con la sustancia del maíz, por eso perduraron. Pero como la luna
alumbraba poco el cielo, porque ya estaba cansada desde que el sol se había
zambullido en las aguas de la tierra, los dioses pensaron en crear otra vez el
sol y la luna.
Una noche, cuando salieron a pasear por la playa, el Señor
Iguano y la Señora Iguana, encontraron dos huevecillos y los enterraron en la
arena. Al cabo de un tiempo, los huevos se rompieron. De uno salió un niño que
dormía en un árbol; del otro, una niña que dormía en un pequeño cenote. Desde
el árbol, el niño veía cómo el Señor Iguano y la Señora Iguana rehacían las
montañas y los valles y los ríos para los mayas. Pero como no había sol, la
tierra estaba muy mojada por los diluvios que habían acabado con los hombres
antes de que los dioses les dieran la sustancia del maíz.
El Señor Iguano y la Señora Iguana llamaron al niño:
—Ven, baja del árbol —le dijeron
Y el niño bajó y caminó hasta ellos.
—¿Te gustaría ser el nuevo sol que alumbre la tierra? —le preguntaron.
—Sí me gustaría —contestó el niño—. Pero si viene mi hermana, la niña que
duerme en el cenote, no me sentiré sólo allá arriba.
Entonces el Señor Iguano y la Señora Iguana llamaron a la niña:
—Ven, sal del cenote —le dijeron.
Y la niña salió y caminó hacia ellos.
—¿Te gustaría ser la luna que alumbre la tierra? —le preguntaron.
Y la niña contestó que sí, que acompañaría con mucho gusto a
su hermano pues tampoco deseaba estar sola. Y así el niño y la niña se
convirtieron en el sol y la luna. Alumbraron la tierra cuarenta días y cuarenta
noches hasta que se secó y crecieron las plantas comestibles otra vez y los
hombres pudieron comer otra cosa que no fuera sólo peces. Pero juntos daban
demasiada luz y demasiado calor a la tierra. Entonces, los dioses le pidieron
al sol que sólo saliera de día; y a la luna, de noche.
Todavía hoy, cuando la luna no se ve, dicen que es porque la
niña se queda dormida en el cenote. Una vez restablecidos el sol y la luna en
el cielo, el hombre creado de la sustancia del maíz pudo vivir. Entonces el
Gran Padre, Señor Iguano, y la Gran Madre, Señora Iguana, ordenaron a los
hombres que los adoraran, y los hombres repitieron con respeto el nombre de los
dioses. Al fin, los dioses dijeron:
—Podemos descansar. Hemos cumplido nuestras creaciones.
Pero aunque los hombres alababan a los dioses y con la ayuda
de la lluvia cultivaban la tierra, no encontraban los granos del maíz, su
verdadero sustento. El maíz estaba debajo de una montaña y sólo las hormigas
habían dado con él. Pero sucedió que un día la zorra andaba curioseando lo que
hacían las hormigas, y vio que llevaban unos granos blancos sobre sus espaldas.
La zorra probó un grano y fue corriendo a decirle a otros animales y al hombre
que había encontrado el escondite del maíz.
Entonces el hombre le pidió a los dioses de la lluvia que le ayudaran a sacar el maíz. Los chaques probaron romper, con sus hachas, la roca, pero no lograron abrirla. Fueron a buscar a Chac, quien arrojó un rayo contra la montaña. El maíz quedo al descubierto. El rayo que había lanzado Chac sobre la roca había sido tan fuerte que algunos granos del maíz, se chamuscaron un poco. Por eso, hay cuatro clases de maíz: maíz negro, el que tiñó el humo del rayo; maíz rojizo, el que pintó el fuego del rayo; maíz amarillo, el que recibió poco calor; y blanco, el que no se dañó.
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