Juan Pérez Jolote
En este segundo capítulo, Juan Pérez Jolote, un indio maya tzotzil de San Juan Chamula, nos narra sus primeras experiencias de juventud.
Un día, como ya estaba crecido, en la finca de Soconusco me pusieron a trabajar por tarea, como los hombres. La primera semana hice como cinco tareas de trabajo, a cincuenta centavos cada una. Me gané dos pesos cincuenta. Cuando vi que ganaba más, me empecé a apurar, y a la otra semana hice seis tareas. Después siete, ocho, nueve, diez y hasta once llegué a hacer en una semana. El caporal veía cómo trabajaba yo y me daba buenas tareas. Yo le compraba sus cigarros para que chupara. A las bollunqueras les compré un pantalón. Luego me compré zapatos, camisas, mis calzones, mis pañuelos. Seguí comprando buena ropa. Los compañeros me hacían burla porque iba yo vestido de ladino pues había dejado mi vestido de chamula.
Con el dinero de mi trabajo compré una escopeta y luego una pistola para ir al monte los domingos a tirarle a los pájaros. Otra vez compré un acordeón. Pero después de tres años, vendí esas cosas para mandarle veinte pesos a mi papá. Lo hice porque si llegaba a regresar a mi casa algún día, no me iba a recibir si no le había mandado dinero. También eso me resultó mal: mi padre se enojó mucho con el amigo que le llevó mi dinero y gritó que no necesitaba nada mío. Eso me contaron. Me contaron que se puso tan furioso que pensé que ahora sí me mataría si me encontraba. Del miedo que me entró, salí de aquella finca y me cambié de nombre: me puse Juan Pérez Jolote.
Pasaba de una finca a otra. Me enganché en una de Huixtla y anduve con unos trabajadores de Comitán que se emborrachaban y se peleaban cada día de raya. Cuando estaban borrachos cambiaban las mujeres unos con otros. Al día siguiente se empezaban a celar y a insultar. Una vez se agarraron a machetazos. Las mujeres y yo los mirábamos asustados. Uno quedó muerto y los otros se fueron con las mujeres. Yo no sabía qué hacer. Pensé que si corría iban a creerme culpable. Y allí me quedé, viendo cómo le salía sangre a aquel hombre. Alguien fue a dar parte a la presidencia de Mapa, allá en tierra caliente, y llegaron los policías a la finca a ver al muerto. Me interrogaron; yo no quise contar lo que había visto, y sin decirme más me trincaron a un palo. Se llevaron al muerto, y a mí me llevaron preso.
Cuando llegué a la cárcel yo entendía bien la castilla, pero no sabía cómo decir las palabras. Aprendí a hacer las cosas sin hablar, porque no había nadie que supiera mi lengua, el tzotzil. Poco a poco empecé a hablar castilla. Once meses quince días estuve en la prisión. Me ocupaba tejiendo palma. Me pagaban a centavo la brazada. Un señor que era de San Cristóbal, a quien le decían Procopio de la Rosa, me aconsejaba que no vendiera la palma tejida, que costurara el sombrero. Me ofreció tres centavos por cada falda de sombrero, y yo hacía dos diarias.
A la cárcel llegaban cada domingo las familias que tenían algún preso; me encargaban sombreros para niños y me pagaban cuarenta o cincuenta centavos por cada uno. Después me enseñé a tejer abanicos para el calor. Luego hice canastos de palma, de ésos con asa. Ganaba buenos pesos hasta que, quién sabe por dónde, llegó la guerra.
Se supo en la cárcel que se iba a perder el gobierno, que lo querían cambiar porque habían matado al Presidente. Y para defenderse, el gobierno buscaba soldados para el batallón. El gobierno aceptó de soldados a todos los presos que estábamos en la cárcel. Hasta los inválidos salieron de la prisión y vinieron con nosotros.
Nos llevaron a un cuartel donde nos miraron la estatura. Allí nos encueraron a todos y todos encuerados nos vieron. Al que era pinto, como los de Ixtapa o los de San Lucas, lo dejaban libre porque no servía para soldado. A ésos no los admitía el gobierno. Tampoco a los que tenían granos o tumores. Sólo debían quedarse los que tenían limpio el cuero, y como yo tengo mi cuerpo sin ninguna lastimadura, allí me dejaron entre los que iban a la cuenta.
A los que nos quedamos nos empezaron a dar un sueldo (veinticinco centavos diarios) y la comida. A los pocos días llegaron los huaraches, luego los zapatos, y a cada uno nos iban dando. Luego vinieron los quepes y los máuseres con balas de palitos. Cuando estuvimos ya uniformados, nos pagaron cincuenta centavos diarios y la comida. Éramos ciento veinticinco de todos los pueblos, porque en todos los pueblos hay cárcel. Nos nombraron el "Batallón 89".
A los pocos días nos dijeron cómo íbamos a manejar las armas y cómo íbamos a agarrarnos a balazos. Apretábamos el gatillo, tronaba, y ahí nomás caían los palitos que salían de los máuseres. Como era para ensayar, las balas no eran de verdad. Después ya nos dieron parque con bala, que era verdadero. Cincuenta cartuchos a cada uno. Y entonces empezamos a ganar un peso diario. Cuando nos dieron los cartuchos con bala ya no los tronábamos, sólo hacíamos instrucción como nos habían enseñado al principio.
Llegó el día de salir a darnos de balazos. Allí estaba el enemigo, en la punta del cerro, porque nos venían los balazos de arriba. Y como nos miraban y nos tenían bien apuntados, quedaban muchos de nuestros compañeros muertos. A mí me empezó a doler la garganta. Tomé agua, pero no me bajaba. Comía, y ni la comida me pasaba bien. Y al echar los cañonazos se me descompusieron los oídos. Me llevaron al cuartel de Zacatecas y allí me embarcaron para Aguascalientes. Aquí me tuvieron en el hospital dos días, y al tercero, salí con otros heridos hasta el hospital de México, donde por poco me muero del dolor de oídos. Primero me salía sangre, y luego me salió pudrición. Entonces estuve algunos meses en el hospital, y no me dejaron salir sino hasta que estaba bien sanado. Los que ya estaban curados empezaron a decir:
—Quién sabe cómo nos va a ir, porque nos vienen a comer. Y no sabemos qué clase de gente nos va a venir a comer.
Al poco tiempo entró a México Carranza. Desde el hospital oíamos los gritos y la tronadera de balazos.
—¡Que muera Victoriano Huerta! ¡Que muera Francisco Villa! ¡Viva Venustiano Carranza!
Al otro día fueron los carrancistas al hospital: no nos hicieron nada, no se comieron a ninguno. Al contrario, nos dieron dos pesos a cada uno. Ahí me quedé hasta que me puse bueno. Entonces salí libre y me fui a Puebla. Anduve rodando de un trabajo a otro. A veces me pagaban, a veces no; pero comía. Fui a parar a Oaxaca y sería por el cansancio de andar vagando, pero fui al cuartel y me presenté de voluntario. Me hice carrancista otra vez. Nos despacharon para Córdoba; de allí nos mandaron a un pueblecito donde habían entrado los zapatistas a robar. Nos quedamos a cuidar el pueblo. Allí fue donde empecé a probar mujeres por la verdad.
Era yo asistente de un teniente. Cuando estaba franco, iba a tomar pulque a la plaza donde se ponía a vender una vieja con la cabeza blanca. Un día ella me ofreció llevarme para su casa, comimos y me convidó a su cama. Antes de eso, yo no sabía cómo era la mujer. Cada vez que quería, la iba a buscar; pero no me gustaba que ella preguntara por mí en el cuartel: me daba vergüenza que la vieran tan vieja. Con ella anduve unos seis meses.
En otro pueblo nos atacaron los villistas y quedamos prisioneros en sus manos. Yo dije que los huertistas nos habían levantado forzados y que luego nos cambiamos a carrancistas. Entonces nos devolvieron las armas, nos dieron cinco pesos a cada uno y nos hicimos villistas. Pero pasó el tiempo y Carranza fue ganando el pleito. Nos rendimos a los carrancistas y nos preguntaron si queríamos seguirle con ellos o volver a la tierra a trabajar. Yo dije:
—No quiero seguir en la bola, me gustaría ir a Veracruz.
Entonces me dieron mi boleto de tren y veinticinco pesos. Además me dieron mi libertad.
Llegué a Veracruz, estuve cuatro días paseando, sin trabajar. Me sentaba en una banca del jardín para ver a la gente, venían los que andaban repartiendo papeles y me los daban. Yo ya sabía leer; les había preguntado a los que saben. En el cuartel me daban mis lecciones pero no me entraban, y preguntando preguntando por donde caminaba, así me enseñé. Luego vino un señor a decirme que si quería trabajar en una finca que se llamaba Santa Fe; le dije que sí. Me llevaron en un vaporcito en el que solamente podíamos entrar doce cristianos y que hacía muchos viajes para llevar gente a trabajar en aquella finca, cortando y limpiando caña.
Trabajé nueve meses. Me pagaban dos cincuenta y la comida. Ya que no quise estar allí, me fui a otra finca que se llamaba San Cristóbal, donde trabajé tres meses en las milpas, y cuando ésta tampoco me gustó me fui para mi tierra. Cuando llegué a Tuxtla tenía ciento cuarenta pesos. Pedí posada en una casa, me la dieron y ya estaba yo durmiendo cuando entraron dos ladrones y para cuando me desperté uno de ellos estaba montado sobre mí. Yo estaba boca arriba y él me tenía la pistola en el pecho. Como vieron que no portaba armas, nomás me quitaron todo el dinero que tenía debajo de mi cabecera.
Amanecí triste, sin un centavo para comprar mi comida. Le dije a la señora de la casa lo que había sucedido y ella me regaló cincuenta centavos. Estuve más triste y me enfermé. Me cogió dolor de cabeza, dolor de estómago y diarrea. Después, ya no me di cuenta. La señora llamó a la policía y le dijo que en su casa estaba un indito muriéndose. Vinieron y me llevaron al hospital, y allí me estuvieron curando seis meses. Cuando medio sané, empecé a ir a la plaza para comprar lo que necesitaban en el hospital para los enfermos. Me pagaban un peso al día y la comida. Estuve un mes así. No me dejaban volver a mi casa porque no estaba bien aliviado. Una vez le dije al que estaba cuidando a los enfermos:
—Ya me quiero salir de aquí, quiero volver a mi tierra.
—¿Aguantas?
—Parece que sí.
Me dieron mis treinta pesos, y me vine caminando para mi casa.
Despertar del jaguar: vida y palabras de los indios de América. (2003). (C. Nine, Ilus.). Secretaría de Educación Pública; Fondo de Cultura Económica.
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