Hunahpú e Ixbalanqué



Los mayas cuentan que los gemelos Hunahpú e Ixbalanqué fueron los héroes que trajeron la luz al mundo. Ésta es su historia.

Para empezar diremos el nombre de su padre: se llamaba Hun-Hunahpú. Dejaremos en la sombra su origen. Sólo diremos que nació antes de que hubiera Sol ni Luna, antes de que hubiera sido creado el hombre.

Hun-Hunahpú tenía un hermano llamado Vucub-Hunahpú. Juntos sólo se ocupaban de jugar a la pelota todos los días.

Una vez jugaron a la pelota en el camino de Xibalbá, la ciudad de los muertos. El ruido que hacían llegó hasta las profundidades de la tierra, donde está Xibalbá, y provocó el enojo de los señores de ese reino. Eran dioses muy temidos porque causaban desgracias y enfermedades a los hombres. Furiosos se reunieron en consejo para tratar la manera de castigar a Hun-Hunahpú y a Vucub-Hunahpú.

Pero lo que en realidad querían los de Xibalbá eran los instrumentos del juego de pelota: los cueros, los anillos, los guantes, la corona y la máscara que eran los adornos de Hun-Hunahpú y Vucub-Hunahpú.

Los mensajeros de Xibalbá, cuatro búhos de gran dignidad, salieron rápidamente a llevar el mensaje de los señores:

—Hun-Camé, el rey de Xibalbá, los invita a jugar pelota. Traigan todos sus instrumentos para el juego.

Los jóvenes se despidieron de su madre Ixmucané y del techo de la casa colgaron su pelota, como prenda de que volverían.

Los búhos mensajeros guiaron a los hermanos por el camino de Xibalbá. Bajaron por unas escaleras muy inclinadas hasta la orilla de un río de sangre y lo atravesaron sin beber una sola gota. Más adelante llegaron a donde se juntaban cuatro caminos: uno rojo, otro negro, otro blanco y otro amarillo. El camino negro, que conducía al poniente, les dijo:

—Yo soy el que deben seguir porque yo soy el camino del Señor.

Hun-Hunahpú y Vucub-Hunahpú le hicieron caso y de ese modo quedaron vencidos. Los búhos los llevaron hasta Xibalbá y los condujeron ante los señores del infierno. Los visitantes se inclinaron para saludarlos, pero sólo eran muñecos de madera que los dioses habían puesto para engañar a los jóvenes y burlarse de ellos. Después de reírse de ellos, los señores de Xibalbá invitaron a Hun-Hunahpú y a Vucub-Hunahpú a que descansaran en un banco; pero la piedra estaba tan caliente que se quemaron al sentarse.

Entonces los de Xibalbá, que no paraban de reír, ofrecieron a Hun-Hunahpú y a Vucub-Hunahpú una casa para pasar la noche. Era la llamada Casa Oscura y en ella no había sino tinieblas. Como prueba de hospitalidad, también les dieron unos trozos de ocote y cigarros encendidos, pero les advirtieron que tendrían que devolverlos enteros al amanecer. El ocote y los cigarros se consumieron durante la noche y, al día siguiente, los amos de Xibalbá dispusieron que Hun-Hunahpú y Vucub-Hunahpú deberían morir por haber faltado así a su hospitalidad. Los sacrificaron en ese instante y los enterraron en la cancha del juego de pelota. Antes de enterrarlos le cortaron la cabeza a Hun-Hunahpú y la colgaron de un árbol que crecía al lado del camino. Ese árbol nunca había dado fruto pero al momento de recibir la cabeza del jugador de pelota se cubrió con frutas.

En Xibalbá vivía una doncella de nombre Ixquic. Escuchó del árbol maravilloso y quiso ir a verlo de cerca. Iba a probar una de sus frutas cuando la calavera de Hun-Hunahpú le dijo:

—Estos objetos redondos que cubren las ramas del árbol no son más que calaveras, ¿y tú los deseas?

—Sí —respondió Ixquic.

—Muy bien. Extiende hacia acá tu mano derecha.

La joven obedeció y la calavera escupió sobre la palma de su mano.

—Con mi saliva te he dado mi descendencia. La imagen del hombre sabio no se extingue ni desaparece, sino que la deja a los hijos que engendra. Esto mismo he hecho contigo. Sube a la superficie de la tierra, que no morirás. Confía en mi palabra.

Así habló la cabeza de Hun-Hunahpú y así fueron engendrados Hunahpú e Ixbalanqué.

A los seis meses, el padre de Ixquic se dio cuenta de su embarazo y mandó a los búhos mensajeros que la mataran por su falta y como prueba le llevaran su corazón en una jícara. Pero Ixquic convenció a los búhos de llenar la jícara con savia del árbol Sangre de Dragón. Así fueron engañados los señores de Xibalbá.

Como ya faltaba poco para que nacieran los hijos que llevaba en su vientre, Ixquic subió a la tierra a buscar a Ixmucané. Le dijo que el padre de sus criaturas era su hijo Hun-Hunahpú. Pero la abuela no le creyó, la rechazó.

Hunahpú e Ixbalanqué nacieron en el monte. Su madre Ixquic los parió en un instante y su abuela Ixmucané no estaba presente. Lloraban mucho cuando su madre los llevó a la casa de Ixmucané y la abuela mandó que los sacaran. Los pusieron sobre un hormiguero y durmieron bien; después los dejaron sobre las espinas y también durmieron.

Hunahpú e Ixbalanqué crecieron rápidamente y un día salieron a trabajar para alimentar a su abuela y su madre. Tenían que cortar los árboles para plantar la milpa: bastó con que dieran un golpe y el hacha y el pico cortaron los troncos ellos solos.

Pero al otro día, cuando regresaron al campo, encontraron que los árboles se habían vuelto a levantar. Adivinaron que los animales habían deshecho su trabajo y quisieron castigarlos, pero sólo pudieron atrapar al ratón. Lo envolvieron en un paño para asfixiarlo.

—Yo no debo morir a manos de ustedes —les dijo el ratón—. Su oficio no es el de sembrar milpas. Ustedes nacieron para jugar a la pelota, como su padre. El anillo, los guantes y la pelota de Hun-Hunahpú están colgados en el techo de la casa. La abuela no quiere que los encuentren porque a causa de ellos murieron su padre y su tío.

Los jóvenes se llenaron de alegría y llevaron al ratón a su casa. El animalito subió al tapanco, royó la cuerda de donde colgaban los instrumentos del juego y los muchachos los recogieron.

Al día siguiente Hunahpú e Ixbalanqué limpiaron la cancha de pelota y se pusieron a jugar. Jugaron todo el día y de nuevo los señores de Xibalbá se incomodaron por el ruido que oían encima de su cabeza.

Los búhos mensajeros llegaron a la casa de Ixmucané y transmitieron la orden de sus señores: los jóvenes debían ir en siete días a jugar pelota a Xibalbá.

Hunahpú e Ixbalanqué se despidieron de su abuela y sembraron cada quien un tule en el interior de la casa. Si los tules vivían, los muchachos estarían vivos; si morían, era porque ellos habían muerto.

En su viaje hacia Xibalbá, Hunahpú e Ixbalanqué tuvieron que atravesar un río de podredumbre y otro de sangre, pero no fueron dañados porque no los tocaron con el pie, sino que flotaron sobre sus cerbatanas. Después llegaron a la encrucijada de los cuatro caminos: el negro, el blanco, el rojo y el verde. Conocían bien la trampa, así que despacharon a Xan, el mosquito, por el camino negro para que picara a todos los señores que encontrara sentados en Xibalbá. El mosquito empezó a picar a los muñecos de palo que estaban allí. Los dos primeros no se movieron, pero el tercero ya no era de palo y gritó al sentir la picadura.

—¿Quién te ha picado Hun-Camé? —preguntaron los demás señores. El mosquito los siguió picando uno a uno y ellos gritaban:

—¿Qué te ha picado, Xiquiripat? ¿Quién te ha picado Vucub-Camé?

Gracias al mosquito, Hunahpú e Ixbalanqué conocieron los verdaderos nombres de los señores y los saludaron con ellos. Asombrados, los de Xibalbá les ofrecieron asiento sobre la piedra ardiente, pero los hermanos se negaron a sentarse. Después los mandaron a la Casa Oscura. Les dieron sus rajas de pino y sus cigarros, con la orden de que al día siguiente los devolvieran completos. Hunahpú e Ixbalanqué no los encendieron, sino que fingieron la brasa del ocote con unas plumas de guacamaya y a los cigarros les pusieron luciérnagas en la punta. A la mañana siguiente pudieron devolverlos intactos.

Los señores de Xibalbá les pusieron otra prueba: temprano al otro día debían entregarles cuatro jícaras de flores. Además, Hunahpú e Ixbalanqué pasarían la noche en la Casa de las Navajas. Los señores del infierno estaban seguros de que morirían despedazados por los cuchillos que volaban en el aire, pero los gemelos hablaron con ellos y les prometieron que si no los herían podrían cortar la carne de todos los animales. Después, llamaron a las hormigas cortadoras para que fueran por las flores que habían pedido los de Xibalbá. En los jardines de Hun-Camé y Vucub-Camé las lechuzas vigilaban para que los hermanos no pudieran entrar, pero no sintieron a las hormigas que se llevaron las flores y que mordían las plumas de sus alas. Al amanecer, Hunahpú e Ixbalanqué entregaron cuatro jícaras de flores, todavía húmedas de rocío.

Entonces los de Xibalbá enviaron a los muchachos a la Casa del Frío. No es posible describir el frío que hacía adentro. La casa estaba llena de granizo. Los hermanos se calentaron con una fogata de troncos viejos, y así se salvaron nuevamente de morir. Los de Xibalbá los enviaron después a la Casa de los Tigres. Estaban seguros de que allí encontrarían la muerte. Pero los hermanos convencieron a los tigres de que no los mordieran y les arrojaron huesos de animales para que las fieras calmaran su hambre.

Al día siguiente, los señores de Xibalbá los enviaron a la Casa de los Murciélagos, que mordían y mataban a todo el que se acercaba. Hunahpú e Ixbalanqué se escondieron dentro de sus cerbatanas, de modo que los murciélagos no pudieron morderlos. Sin embargo, sucedió que por estar metidos en las cerbatanas, no supieron cuándo terminó la noche. Para ver si había luz, Hunahpú asomó la cabeza por la boca de su cerbatana y un murciélago lo decapitó. Los de Xibalbá se llenaron de contento. Tomaron la cabeza de Hunahpú y la colgaron encima de la cancha del juego de pelota.

Ixbalanqué llamó a todos los animales del bosque. La tortuga se colocó sobre el cuello de Hunahpú y tomó la forma de su cabeza. Muchos sabios bajaron desde el cielo y entre todos fabricaron la cara de Hunahpú y su cabellera. Con su poder lograron también que pudiera hablar.

Amaneció y llegó la hora de que los gemelos se enfrentaran con los señores de Xibalbá en el juego de pelota. Ixbalanqué se puso de acuerdo con el conejo para que se ocultara en el bosque, cerca de la cancha. Después arrojó la pelota con mucha fuerza hacia donde estaba. Cuando la pelota cayó cerca, el conejo salió corriendo, huyendo de la cancha. Los de Xibalbá salieron tras él. Mientras estaban lejos, Ixbalanqué descolgó la cabeza de su hermano y colgó a la tortuga en su lugar. Cuando regresaron los de Xibalbá con la pelota, continuó el juego. Hicieron tantos iguales. Entonces Ixbalanqué lanzó una piedra contra la falsa cabeza de su hermano. La tortuga cayó al patio y se hizo mil pedazos delante de los señores.

Los de Xibalbá no renunciaron a la idea de matar a los gemelos: ahora los llevaron a una gigantesca hoguera para quemarlos.

Hunahpú e Ixbalanqué se acercaron a Xulú y Pacam, los consejeros y adivinos de Xibalbá, y les dijeron que cuando los señores les preguntaran qué hacer con sus huesos quemados, les indicaran que los molieran en el metate y arrojaran el polvo a la fuente donde nace el río. Después se abrazaron y se arrojaron voluntariamente a la hoguera frente a los señores de Xibalbá.

Sin saber que era un engaño, los de Xibalbá obedecieron las instrucciones. Tan pronto como el polvo de sus huesos tocó el fondo del río, Hunahpú e Ixbalanqué se convirtieron en dos hermosos hombres-peces. Luego, al salir del río se disfrazaron de bailarines andrajosos y regresaron al palacio de los señores de Xibalbá para engañarlos una vez más. Hicieron prodigios: quemaban las casas y las reedificaban de inmediato, sacrificaron y resucitaron a un perro y después a un hombre. Los señores de Xibalbá estaban tan fascinados que era como si estuvieran borrachos. Hun-Camé y Vucub-Camé ordenaron que los sacrificaran a ellos y los resucitaran también. Hunahpú e Ixbalanqué mataron a sus enemigos tal y como ellos lo habían pedido, pero no los volvieron a la vida. Y puesto que Hun-Camé era el rey de Xibalbá, todos los hijos y vasallos del reino quedaron derrotados.

Entonces Hunahpú e Ixbalanqué dijeron sus nombres y se dieron a conocer a la gente de Xibalbá. Los habitantes de la oscura ciudad se humillaron pidiéndoles perdón y confesaron que Hun-Hunahpú y Vucub-Hunahpú estaban enterrados en el Puc bal Chah, la cancha del juego de pelota.

Ésta fue la sentencia de Hunahpú e Ixbalanqué para los habitantes de Xibalbá: no sería de ellos el juego de pelota, sus actividades serían las propias de gente común y campesinos. Perderían contacto con los pueblos civilizados y sólo tratarían con los malvados y viciosos. Su aspecto repulsivo asustaría a la gente, pues ya no podrían engrasarse y pintarse la cara para verse hermosos.

Después, los jóvenes ensalzaron la memoria de sus padres. Honraron a Vucub-Hunahpú en el sacrificadero del juego de pelota. Encontraron su cuerpo, pero no pudieron rehacer su rostro. No lo pudieron revivir: el padre ni siquiera alcanzó a pronunciar su nombre.

Para despedirse, sus hijos le dijeron:

—Ustedes, Vucub-Hunahpú y Hun-Hunahpú, serán los primeros que adoren los hombres civilizados. Sus nombres no se perderán de la memoria. ¡Así será!

Después Hunahpú e Ixbalanqué subieron en medio de la luz y al instante se elevaron al cielo. Uno se convirtió en el Sol y el otro en la Luna. Entonces se iluminó la bóveda del cielo y la superficie de la Tierra dejó de estar oscura. 


Despertar del jaguar: vida y palabras de los indios de América. (2003). (C. Nine, Ilus.). Secretaría de Educación Pública; Fondo de Cultura Económica.

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