En uno de los montes de San Antonio Chun había una choza
habitada por un viejo solitario, de quien todos en el pueblo desconfiaban, pues
se rumoraba que había vivido más de quinientos años, comiendo hierbas secas y
comunicándose sólo con los chivos y las cabras del monte, a los cuales
pastoreaba en las noches de luna llena, con un silbato de caña.
El hombre jamás se aparecía por el pueblo ni había hecho
daño a nadie, pero los pobladores encontraron en su mera existencia una fórmula
perfecta para ocultar sus propias maldades, achacándoselas siempre al viejo,
que al cabo del tiempo se convirtió en el "chivo expiatorio" de todas
las fechorías perpetradas en los alrededores. Así, cuando a Don Conchón le
faltaba una de sus gallinas alguien al punto exclamaba:
—Seguramente se la robó el viejo de la choza.
Y si desaparecía el dinero de las limosnas en la sacristía,
no faltaba quien sugiriera:
—Creo que vi al viejo de la choza entrar a hurtadillas en la iglesia.
Y si una mañana aparecía destrozada la barda de algún vecino:
—Debe haberlo hecho el viejo de la choza.
Cosa rara, nunca intentaron ir al monte y apresarlo. Les
resultaba más conveniente y tranquilizador que continuara vivito y coleando,
porque así podían seguir echándole la culpa de todo: que el pozo mayor se
hubiera secado, que no lloviera aquel verano, que las elecciones municipales
terminaran siendo un fraude. Incluso llegaron a acusarlo de desgracias que
ocurrían en distintos lugares al mismo tiempo: por ejemplo, el incendio de la
casa de Justina a las orillas del pueblo y la caída de un enorme bloque del
campanario frente a la plaza, ambos hechos ocurridos el 15 de septiembre a las
tres de la tarde, como si aquel anciano tuviera algún tipo de poder para estar
en varios sitios a la vez.
Un día, sin embargo, sucedió algo que colmó el vaso de
maldad que cualquier pueblo puede tragarse. La hermosa y saludable hija menor
de Don José amaneció muerta en su propia cama, sin que pudiera establecerse
causa alguna que no fuera la hechicería. En medio de la perplejidad y el miedo
de todos, alguien se atrevió a murmurar:
—Fue el brujo de la choza.
Ello bastó para que Don José tomara su machete y se encaminara junto con dos de
sus peones hacia los montes de San Antonio Chun.
Los tres hombres trajeron arrastrando al pobre viejo hasta
el centro de la plaza. Y ahí, en medio de la multitud vociferante y sin que
mediara ningún tipo de juicio, Don José levantó su machete y cortó de tajo la
cabeza del anciano. El cuerpo se desplomó y la cabeza rodó por el suelo con los
ojos desorbitados, mirando de forma aterradora a los presentes. Para mayor
espanto, sus labios comenzaron a moverse, y todos oyeron a la cabeza pronunciar
angustiosos insultos:
"¡Pecadores hipócritas! ¿Por qué me hacen daño? ¿Qué mal les he hecho? Yo
soy un buen hombre y no me meto con nadie. Malditos sean todos. ¡Me
vengaré!"
Aterrorizada, la gente estalló en delirantes exclamaciones:
—¡Brujería! ¡Brujería!
—¡Santo Cristo, Santo Fuerte, Santo inmortal! —gritaban las mujeres.
En medio de la agitación general y sin que nadie se
percatara, el cuerpo descabezado del viejo se incorporó del suelo y se alejó
subrepticiamente de la plaza. Sólo el cura divisó la horrenda figura del
decapitado perdiéndose en el horizonte. La cabeza, por su parte, seguía
maldiciendo:
—¡Han despertado al espíritu del mal! ¡Han condenado a un ser inocente y serán
castigados!
Don José recogió la cabeza parlante y la llevó entre sus manos al terreno
baldío detrás de la iglesia. Ordenó a sus peones cavar un hoyo y declaró ante
la multitud:
—¡Cada uno de ustedes echará un puñado de tierra sobre esta cabeza infernal,
hasta que logremos acallarla!
—Pero antes de enterrarla —gritó el sacerdote que volvía de la sacristía con un
puñado de sal—, debemos untarle sal bendita, para que el brujo no pueda
ponérsela de nuevo, aunque la encuentre.
Al oír estas palabras la cabeza suplicó:
—No me hagan eso. No me echen la sal. No me impidan volver a mi vida de antes.
Yo he sido un buen hombre y me mantuve lejos para no lastimarlos con mis artes
mágicas.
Se hizo un silencio general, pues la gente se sintió de pronto conmovida.
—He vivido en el monte, acompañado de seres agrestes —siguió gimiendo la
cabeza.
Pero Don José, con movimientos rápidos y decididos esparció la sal en la zona
cercenada del cuello y hundió la siniestra testa en el agujero.
—¡Ustedes han despertado a Waay! ¡Maldit...! —fueron las últimas palabras que
farfulló la cabeza, antes de que la tierra sellara sus labios.
Mientras tanto, en la choza del viejo ocurría algo
extraordinario: el cuerpo descabezado del brujo bailaba en torno a un macho
cabrío agonizante, cuya cabeza había sido cortada también. El viejo dio siete
vueltas a la derecha y siete vueltas a la izquierda, levantó la cabeza del
animal y se la colocó sobre el cuello. Luego tomó el cuerpo aún tembloroso del
chivo y bebió de su cuello toda la sangre. Conforme bebía, el brujo se
transformó de manera horrorosa: le salieron pelos por todo el cuerpo y sus manos
se convirtieron en garras.
Nadie fue testigo de tal metamorfosis, pero desde entonces,
todas las tardes, al caer el sol, los habitantes del pueblo ven la enorme
sombra del hombre-chivo escalando los muros de la iglesia y buscando su cabeza
humana. Ciertas noches algunos oyen balidos escalofriantes y las patadas del
monstruo golpeando en los portones de sus casas. Cada tanto, las mujeres más
jóvenes y bellas desaparecen del pueblo y nunca vuelven a ser vistas. En los
caminos aledaños aparecen cadáveres de personas cuyas carnes han sido
desgarradas y devoradas. Todos saben que aquello es obra de Waay Chivo, pero ya
ninguno se atreve a pronunciar su nombre ni a acusarlo, pues al hacerlo, sus
labios y su lengua arderían quemadas por un misterioso fogonazo.
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