A las puertas de la humilde choza de una pareja de
leñadores, dedicados al corte de maderas y a la extracción del chicle, apareció
una mañana un niño abandonado en una cesta. Pudieron ver las huellas de la
persona que había dejado ahí la cesta por la madrugada: parecían venir del sur
pero llegaban más allá de la frontera norte, así que era imposible seguirlas.
Como no tenía hijos, la pareja adoptó al pequeño, que con
los años se convirtió en un chico muy inquieto, malhumorado y rebelde. No hubo
modo de educarlo, ni de enseñarle a seguir las reglas. Nunca ayudaba a sus
padres con la leña, peleaba con sus compañeros en la escuela y se la vivía
haciendo todo tipo de tropelías en el pueblo, como romper vidrios a pedradas,
escupir en la iglesia, robar fruta de los huertos, insultar a gritos a los
caminantes o engañar a las muchachas para quitarles sus collares y pulseras.
—Este muchacho es el demonio —gemía impotente la mujer del
leñador cuando el jefe de policía venía a quejarse, una vez más, de otro acto
de vandalismo cometido por el joven.
—Doña Celina, la próxima vez tendremos que encerrarlo definitivamente —amenazó
un buen día el jefe de policía—. Lo mejor será que lo envíen ustedes lejos de
aquí para que madure y no ocasione más daños en el pueblo.
Esa noche, la pareja de leñadores esperó despierta hasta que
el joven regresara de sus correrías.
—¿Dónde andabas? —gritó enojado Don Chimal—. Tú sabes que la regla en esta casa
es llegar antes de medianoche.
En vez de responder, el muchacho gruñó fastidiado.
—Te hemos cuidado como a un hijo —gimoteó Doña Celina— y hemos hecho todo lo
posible para que aprendieras a respetar las leyes de convivencia del pueblo,
pero tú no oyes razones.
El muchacho estalló en gritos:
—¿Razones? Estoy harto de sus razones y de sus regaños. Los odio, odio sus
reglas, y me importan un comino las malditas leyes de convivencia que vuelven
mansas y estúpidas a las personas.
—Pues entonces no puedes seguir viviendo con nosotros. Te irás a la ciudad para
estudiar algún oficio útil y arreglártelas por ti mismo— exclamó Don Chimal con
firmeza—. Prepara tus cosas; saldrás mañana a primera hora.
—¡No necesito preparar nada!, viejos idiotas. Me voy ahora mismo —rugió el
joven, saliendo de la choza y dando un portazo.
Pasaron los meses y nadie sabía qué había sido de aquel
muchacho lépero e indisciplinado, así que Doña Celina y Don Chimal supusieron
que en efecto había emigrado, y rezaron al cielo porque estuviera aprendiendo
alguna profesión decente. Sin embargo se engañaban, porque en vez de irse a la
ciudad, el joven se fue a vivir en una caverna, y el "oficio” al que se
dedicó fue la magia negra.
Poco a poco la gente se olvidó de la existencia de aquel
chico. El pueblo había vuelto a la tranquilidad, al orden. Y así fue por varios
años, hasta que una noche, una pobre mujer enmarañada y empapada de pies a
cabeza se apareció en la cantina dando alaridos de desesperación.
—¡Tzitzimitl!... ¡Tzitzimitl!... ¡Tzitzimitl!... —repetía sin aliento. Parecía
venir huyendo del mismísimo demonio.
—¿"Sinsimito", dice usted? ¿Quién es ese “Sinsimito” o
“Sinsimite"? —preguntó uno de los hombres que al instante la rodearon,
entre los cuales se hallaba Don Chimal.
—Cálmese, señora —dijo el dueño de la cantina—, explíquenos quién o qué la
persigue. Pero la mujer no era originaria de esas regiones y no hablaba maya,
sino náhuatl, así que tuvieron que mandar traer a Don Tlacuache, que era el
único que podía traducirla.
Una vez allí, Don Tlacuache escuchó sobrecogido el relato de
la mujer y explicó a los asistentes:
—Esta señora es de una población al norte. Ahí fue secuestrada hace tiempo por
un hombre con cuerpo de gorila, que la llevó a una cueva en la montaña cerca de
aquí.
—El tal "Sinsimito” —apuntó el dueño—. Dile que lo describa para ir todos
a cazarlo.
Después de escuchar incrédulo y aterrorizado la descripción de la mujer, Don
Tlacuache continuó:
—No se trata realmente de un animal al que se pueda cazar, sino de un monstruo
peludo con rasgos humanoides, lo que lo hace más espeluznante y peligroso. No
respeta ley alguna, ni siente la menor compasión por nada: mata a los hombres y
se roba a las mujeres. Nadie ha logrado atraparlo porque tiene los pies al
revés y sus perseguidores confunden siempre la dirección de sus huellas, que
avanzan en sentido contrario a las de cualquier criatura. Su fuerza y su cólera
son enormes, según la señora.
El traductor tuvo que hacer una pausa para reponerse de la impresión. Los
oyentes sintieron un oscuro escalofrío; ardían, sin embargo, en curiosidad.
—El monstruo tiene la cabeza volteada en dirección opuesta al resto de su
cuerpo —continuó Don Tlacuache después de escuchar otro rato a la mujer—, así
que su mirada está fija en el pasado y no en el rumbo por el que avanza.
—¿Cómo es eso? —interrumpió estremecido Don Chimal.
El traductor se encogió de hombros:
—Yo qué sé. Eso es lo que ella dice: que el tal Sinsimito, pese a ser una
especie de humano, no mira adelante sino hacia atrás, hacia su origen de
bestia. Por eso, aunque sabe hablar, prefiere emitir estruendosos bramidos que
aterrorizan al que se acerca.
En medio de la perplejidad general, la mujer siguió hablando en náhuatl. Y tras
ella, Don Tlacuache:
—Dice la señora que ese demonio la obligó a tener dos hijos con él, un par de
bebés-simios, a los que ella tuvo que amamantar todo este tiempo, medio muerta
de asco y vergüenza. Pero que hoy por la mañana decidió huir a como diera
lugar. Aprovechando que Sinsimito estaba ausente, se escurrió fuera de la cueva
y corrió despavorida por la selva. No tardó en escuchar los bufidos de la
bestia, que la seguía con los dos bebés-simios en brazos. Sabiendo que el
monstruo le teme al agua, la mujer se hundió en el río y nadó hasta la otra
orilla.
—¡Madre mala! —chillaba Sinsimito en lengua maya, para hacerla regresar—. ¡No
abandones a tus hijos!
Pero ella, sin hacer caso, se ocultó tras unas matas. Desde ahí vio que el
monstruo, enfurecido pero incapaz de cruzar el agua, ahogó en el río a los
bebés.
A Don Chimal se le había helado la sangre. Ese
comportamiento le recordaba a su hijo adoptivo. Pero no dijo nada, ni chistó
cuando los demás hombres, entre incrédulos y furiosos, planearon salir a la
mañana siguiente a matar a Sinsimito.
Fue casi al anochecer cuando aquellos valientes, cargados
con sus escopetas, llegaron hasta la cueva del monstruo siguiendo las
indicaciones de la mujer. La cueva había sido abandonada, pero sobre las
paredes de piedra pudieron distinguir trazas de las manos y los dedos del
hombre-gorila, que solía afilar sus uñas en la roca. Nadie dudó entonces de la
existencia de Sinsimito, a quien, de cualquier modo, las balas de las escopetas
no hubieran podido hacer el menor daño. Pese a que jamás lograron cazarlo, tuvieron
suerte aquellos hombres de no encontrarse cara a cara con Sinsimito, pues de
haberle visto a los ojos, habrían muerto todos al cabo de un mes.
Comentarios
Publicar un comentario