Todos y cada uno de nosotros, desde el nacimiento, estamos
ligados a un animal en particular: un felino, un coyote, una culebra, una
lechuza, o cualquier otro que encarna la forma que somos por dentro. Se trata
de nuestra "mente animal", que actúa por su cuenta para salvarnos de
aquello contra lo que nuestra "mente humana" no puede defendernos.
Nos protege a veces, y a veces realiza cosas extraordinarias a las que nosotros
no nos atrevemos. Es nuestro nahual, nuestro “doble” salvaje, instintivo y
libre, que nos cuida, nos enseña y también nos atemoriza, pues no responde a
los dictados de la razón ni de la ley. Aunque se supone que vive dentro de
nosotros, y sólo se comunica mediante sueños y alucinaciones, en ocasiones se
materializa y nos sorprende en algún punto del camino: “¿Quién eres?, ¿qué
haces aquí?, ¿qué rayos quieres?", le preguntamos, pero no nos contesta;
sólo nos mira con sus ojos llameantes, helándonos el alma y recordándonos que
la Naturaleza es un misterio.
Dicen los códices antiguos que el origen de los nahuales
está en la ocurrencia que tuvieron los Dioses Invisibles de convertirse en
animales para poder entrar en contacto con los humanos. Así, el Dios del Sol,
Huitzilopochtli, se volvió un colibrí, y el Dios del inframundo, Tezcatlipoca,
eligió ser un coyote –o un jaguar– y desde entonces es "patrono” de todos
los nahuales que hoy existen.
Aunque todos tenemos nuestro espíritu protector, son los
brujos, chamanes y curanderos los que cultivan una relación más poderosa con su
nahual, y por eso son capaces de transformarse en esa criatura mediante oscuras
ceremonias, en las que se desprenden de su propia piel para habitar el cuerpo
de alguna bestia temible. Ya transformados salen por la noche a recorrer los
caminos, atacan a sus enemigos, roban vacas de las granjas, espantan viajeros o
hieren a las mujeres para raptar a sus bebés.
Leonila, mi nana, estaba convencida de la existencia de los
nahuales, y en las noches me contaba historias que aún ahora me perturban. Como
era tartamuda, Leo tardaba mucho en completar sus relatos, así que a menudo yo
me quedaba dormida a medio cuento y acababa teniendo pesadillas. En especial
recuerdo la historia de cómo se quedó muda de niña, y de cómo, gracias a su
propio nahual pudo recobrar el habla años después.
—E-e-esa vez —comenzó Leonila—, cuando el sol ya se metía
tras de los cerros en Acultzingo, yo estaba subida en un banquito, cepillándome
el pelo frente al espejo que teníamos colgado al fondo de la choza. Mi mamá
había ido al molino de su compadre a preparar el nixtamal para las tortillas
del día siguiente, y yo aproveché para ponerme a escondidas el vestido blanco
que iba a estrenar cuando le llevara flores a la Virgen. Como ya tenía ocho
años, no me asustaba quedarme so-so-solita en casa, pues me sentía acompañada
por el balido de nuestros chi-chi-chivos allá afuera. De pronto, los chivos se
callaron y escuché unos gruñidos siniestros en el po-portal. ¡Ay, miijita, me
quedé petrificada! La puerta se abrió de golpe y un enorme perro me atacó por
la espalda, mordiéndome en la cintura y clavándome sus pezuñas así, y así, y
así —explicó Leonila, apretándose una y otra vez los muslos con las manos—.
Perdí el sentido, ¿eh?, y cuando lo recuperé, ahí seguía yo parada en el
banquito. Volteé a ver el espejo, pero en vez de mi cara descubrí la figura
borrosa de mi hermano Eulalio, con la ropa rasgada –o a lo mejor era su piel
hecha jirones, no sé–, completamente ensangrentado y tambaleándose de borracho.
Los ojos inyectados de Eulalio se clavaron en mi reflejo —dijo Leo, señalando
directo a su pupila—. Intenté gritar pero la voz no me salió. Entonces,
miijita, apreté los párpados para no ver; pero aun así, con los ojos
ce-ce-cerrados seguía yo viendo la cara de mi hermano en el espejo, en lugar de
la mía.
—Pero tu hermano vivía en Tehuacán ¿no? —la interrumpí.
—Sí, mi'ijita —respondió Leo con fastidio—; pero el que llegó no era realmente
Eulalio, sino su nahual.
—¿El perro ése que te atacó?
—Sí, aunque no era un perro común y corriente, mi'ijita; era una bestia de otro
mundo, ¿eh?, porque cuando yo volví la cabeza no vi a nadie, aunque la puerta
estaba abierta y entraba un aire helado que congelaba las manchas de sangre
sa-sa-salpicadas en mi ropa. Entonces me senté en el banco, me la cara con las
manos y me puse a llorar, no sé si por mi vestido arruinado o por el tremendo
susto. Así me encontró mi mamá cuando regresó del molino. "¿Qué pasó, Leo,
qué pasó, qué pasó?", me preguntaba, revisando si estaba herida. Más bien
yo estaba ¡de-de-desesperada, mi’ijita...! —añadió Leo, jadeando—, porque
aunque abría la boca no podía pronunciar ni una sola palabra. Mi mamá me
zarandeó y me dio una cachetada para que reaccionara, pero no dije nada esa
noche, ni pude decir nada de nada en mucho tiempo; así que me sacaron de la
escuela; yo quería estudiar, mi'ijita, pero estando así, pues, muda, los otros
niños —¡de veras que son crueles los chamacos!— me molestaban mucho y yo...
—¿Viste después a tu hermano? —pregunté, para que no se desviara del tema.
—¡Ja! —dijo Leo, chasqueando con la lengua—, a ése lo vi varios años después,
pero en su fu-fu-funeral. Al pobre lo mataron en una bronca callejera a las
afueras de Tehuacán. Parece que le sacaron los ojos con un picahielos y por ahí
se desangró todito.
—Ay, qué horrible, ¿y al perro misterioso, lo volviste a ver?
—Sí, en el monte, mientras estaba yo cuidando a los chivos. Fue unos días antes
del entierro de Eulalio, por cierto. Oscurecía y empezaba a hacer mucho frío.
El animal salió por un lado del cerro; era negro, la-la-lanudo y grande como
una peña, pero desapareció enseguida; luego se volvió a aparecer más lejos,
donde empezaba el camino —dijo Leonila, señalando un punto imaginario en la
esquina de mi cuarto—; era sólo una so-so-so-sombra, mi'ijita, pero tenía esos
mismos ojos de fuego que yo veía siempre que me asomaba a un espejo. Por eso
dejé de peinarme, de arreglarme y de todo; ya ni a las fiestas iba.
—Sí, sí, sí, pero ¿qué hiciste?
—Pues nomás corrí y corrí, mi'ijita, entre los sembrados, sin ocuparme de
arrear a los chivos. Lle-lle-llegué hasta la casa, pero no me atreví a entrar
porque en la mera puerta estaba una chachalaca que abría muy grande su pico y
cacareaba como el demonio.
—¿Una chachalaca?, ¿qué es eso, Leonila?
—Una especie de gallina pero chica y muy... ami-mi-migable —contestó Leo con
una sonrisa extraña que me puso nerviosa.
—¿Y entonces? —pregunté, ya un poco cansada de oírla.
—Pues nada. Me le acerqué despacio, despacito; me senté en el suelo, enfrente
de ella, y traté de imitar su ca-ca-ca-careo, pues porque me hacía gracia, ¿eh?
Y para mi grande sorpresa, pude oír mi voz, ¡por fin, mi’ijita, mi voz!
—¿Cacareando? —comenté burlona mientras me acomodaba bajo las cobijas.
—Sí, ¿tú crees?, y me puse tan contenta que empecé a dar de brincos:
"¡Ca-co, cacacaa, cacaracá!”, iba yo por todo el rancho. Cuando volví a la
choza, la chachalaca se había ido pero mi voz no, así que ya adentro seguí
vociferando y saltando de gusto hasta caer rendida sobre el petate.
Leo se quedó en silencio unos segundos y suspiró.
—...Ay, mi'ijita, ese pa-pa-pajarraco me regresó la vida, ¿eh?; hasta se me
pasó el susto del monte, y ya ni me acordaba de cuando Eulalio llegó borracho;
luego, además, sucedieron otras cosas.
Iba a preguntarle qué “qué otras cosas”, pero en ese momento los ojos se me
habían llenado de arenita, y me fui durmiendo mientras oía alejarse la voz de
mi nana:
—...otras cosas que no se pueden explicar, mi'ijita, pero que yo digo que son
ciertas, ¿eh?; porque mientras estaba dormida vi a mi cha-cha-chalaca
saltándole al perro negro y clavando su pico puntiagudo en los ojos de la
bestia. ¡Cómo chorreaban sangre esos ojos! —seguía Leonila, sin importarle que
yo ya no la escuchara—, esos ojos llameantes que se apagaron para siempre y no
volvieron a mo-mo-mo-molestarme cuando me veía en el espejo! ¡Ah, y vieras cómo
me car-car-carcajeaba yo, mi'ijita, entre sueños, ¿eh?, porque mi gallina y yo
habíamos vencido al nahual.
Aquella noche no tuve pesadillas. Al contrario, soñé que era
un pez gigante, un tremebundo pez sierra, que nadaba en las profundidades de un
océano donde todo lo que vives acá afuera se vuelve enigma. ¿Te ha pasado?
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