Aluxes, Chaneques y Guajes


Hace varios siglos, poco antes de la guerra de Conquista, el suelo de todo el territorio mexicano se conmocionó en una especie de cosquilla. Y es que allá en el subsuelo, los muertos adivinaron la hecatombe que se avecinaba y salieron de su sopor eterno. Sus almas surgieron por los poros de la tierra, los manantiales y las grietas entre los montes, para asistir a una extraña reunión nocturna convocada por Chane, el Dios del agua y la tierra.

Esos espíritus de los ancestros tomaron la forma de hombrecillos para aparecerse en el mundo de los vivos. Poseían grandes orejas que les permitían escuchar de muy lejos cualquier signo de amenaza para sus pueblos. Y puesto que venían de regreso del inframundo, tenían los pies volteados al revés.

Se reunieron alrededor de una hoguera, haciendo gran alharaca: bailaban, saltaban, se correteaban unos a otros levantando torbellinos de aire, reían y lanzaban agudos gemidos que se extendieron por los campos: estaban frenéticos de alegría por haber recobrado la existencia:
—¡Jiji, juju, jojay! —gritaban unos.
—¡Ajuiii, ajuiii! —silbaban otros.
—¡Ucha, ucha, ucha! —vociferaban los más traviesos, pisándoles la cola a los demás.

Unos indios que pasaban cerca de ahí escucharon la escalofriante algarabía que surgía del corazón del monte y corrieron despavoridos a sus casas.
El dios Chane intentó poner orden:
—Hey, amigos, ¡silencio! No los saqué del mundo de los muertos para venir a divertirse, sino para llevar a cabo una importante misión entre los hombres.
Los endiablados duendes siguieron con su relajo sin prestarle atención.
—¡No se hagan guajes! —gritó exasperado el dios. Levantó sus poderosos brazos y paralizó de golpe a los duendes, que en extrañas posturas (uno con la pierna levantada, otro con los brazos retorcidos, alguno más con la cabeza girada y la lengua de fuera) quedaron convertidos en estatuillas de barro, como las que aún pueden encontrarse entre las ruinas arqueológicas o enterradas en los sembradíos.

—Ahora sí me escucharán —rugió Chane—. Vendrán hombres de muy lejos a contagiar enfermedades, a destruir las milpas y a robarse el tesoro de nuestras pirámides y templos. Ustedes deben ahuyentarlos, y ayudar así a nuestra gente.
Los duendes levantaron sus grandes orejas de murciélago y se miraron unos a otros perplejos. Saliendo del pasmo, uno de ellos replicó:
—¿Y cómo vamos a lograr eso, con esta ridícula estatura que tenemos?
—Les daré poderes —contestó Chane—. Podrán asustar, encantar, enfermar o curar a los niños, proteger o robar la mente de los hombres y devorar el alma de quienes no respeten a la naturaleza o las sabias costumbres de antaño.

Los hombrecillos asintieron maliciosamente, fingiendo que obedecerían el mandato del dios. Chane, satisfecho, les devolvió la movilidad, y señalando a cada uno de los puntos cardinales, exclamó:
—Ustedes, los que están a mi derecha, serán llamados “Chaneques" y se dispersarán por las regiones del centro y del este. Ustedes, los que se encuentran a mis espaldas se apodarán “Aluxes”, e irán al sur. Como el camino es largo, calzarán resistentes alpargatas y llevarán arcabuces para cazar conejos. Y por último —dijo dirigiéndose a un grupo de criaturas que hacían gestos a sus espaldas—, los que tienen el cuerpo cubierto de granos viajarán hacia el oeste e irán esparciendo sus granos por la vegetación, para que la gente sepa que ustedes andan por ahí, vigilando. Pero eso sí, absolutamente todos deben portarse bien.

—¿Qué? —reclamó uno de los aluxes—. No volvimos a la vida para aburrirnos como ñoños. ¿Por qué habríamos de portarnos bien si nos topamos con personas groseras o malvadas?
—Es cierto —gruñó otro de los hombrecillos—, si voy a trabajar vigilando las milpas y graneros, al menos exijo que los campesinos me honren quemando copal y ofreciéndome regalos, como gallinas, cigarros o saká con miel. ¡Oh, cuánto extraño esa delicia!
—Está bien —concedió Chane—, la gente deberá honrarlos y tenerlos contentos, pero ¡no abusen! Recuerden quiénes son los verdaderos enemigos.
—¿Y no podemos espantar a todos de vez en cuando? —preguntó uno de los guajes, con ojos chispeantes de malicia—. Digo... sólo para que nos respeten.

Un silbido de aceptación unánime se extendió como un ciclón entre los árboles. Chane frunció el ceño, pero asintió, consciente de que no se puede esperar plena sumisión de los espíritus de ultratumba. Resignado a conformarse con ese extraño ejército de ayudantes, sopló sobre los sombreros de los aluxes, los chanques y los guajes para otorgarles el don de la invisibilidad. El aire transparente de la noche se volvió gelatinoso con la inquieta presencia de aquella multitud de criaturas. Un centenar de risillas sordas contaminó la noche. Para colmo, por detrás de la maleza surgió otro grupo de color negro, que había permanecido oculto y tramando un malvado plan:
—Nosotros no estamos de acuerdo —farfulló el chaneque líder, poniendo las manos en la cintura en gesto desafiante—. Salimos de las profundidades para castigar a los humanos, no sólo a los feroces conquistadores sino también a los nativos que ya se olvidaron de rezar por nosotros, sus ancestros. Y como no pensamos volver al infierno, robaremos las mentes y el espíritu de todos aquellos que podamos, e incluso, devoraremos sus almas para seguir con vida siempre.
—¡Sííííí! —gritaron a coro los chaneques negros, rodeando al dios Chane. El dios montó en cólera:
—¡Cómo se atreven a rebelarse! —clamó con voz atronadora y haciendo temblar la tierra—. ¡Volverán todos al subsuelo!

Los aluxes, asustados ante aquella reacción del dios, fueron dando pasitos hacia atrás y en un santiamén salieron huyendo hacia el sur, en medio de vertiginosos remolinos. Los chaneques blancos corrieron a esconderse en los huecos de los árboles, en las cavernas y en el fondo de los ríos. Los guajes granosos, por su parte, saltaron como bichos endemoniados hasta llegar a la sierra de Oaxaca.
—¡Aunque seas dios, no puedes regresar el tiempo! —gruñó otro de los chaneques negros—. Nos has liberado de la muerte y no volveremos atrás. Iremos a escondernos a las selvas de Tabasco, y desde hoy, los vivos temblarán a nuestro paso.

Chane sabía que la amenaza era cierta y comprendió cuán grave error había sido dar cuerpo a los espíritus. El terremoto de su ira y frustración hizo que se abriera una zanja bajo sus pies, donde se hundió apesadumbrado, dejando sueltas a todas esas criaturas deformes e impredecibles que pululan por nuestra tierra.

 

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